lunes, 21 de noviembre de 2011

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Rajoy en 1983 era un franquista ( ¿todavía? ) y un lector de  ideólogos del último franquismo como Gonzalo Fernández de la Mora y  su libro "La envida igualitaria" según el cual los mejores hombres del  país debían ocupar los mejores puestos del país,      en un elitismo  total, ignorando las críticas de la izquierda, puesto que esas críticas  obedecían a su envidia      que era también la fuerza que estaba detrás  del ansia igualadora de la izquierda.
Es dudoso que los dirigentes  del Partido Popular actual hayan "evolucionado" en su pensamiento  político, lo más probable es que sigan siendo franquistas y elitistas       en secreto, reservando su discurso políticamente correcto y curado de  franquismo      para las entrevistas oficiales y los mítines  televisados.
Todos sabemos que cuando mande Rajoy, obligará a los  obreros a producir más, dará más facilidades a los empresarios para  despedirlos y volverá al desarrollismo salvaje de los años de Aznar, que  es la única solución que entra en su cabeza para salir de esta crisis  económica.     
Ver los artículos con Rajoy en 1983 en el PDF adjunto, o aquí:
IGUALDAD HUMANA Y MODELOS DE SOCIEDAD
Mariano Rajoy Brey (*)
(Diputado de AP. en el Parlamento gallego)
Uno  de los tópicos más en boga en el momento actual en que el modelo  socialista ha sido votado mayoritariamente en nuestra patria es el que  predica la igualdad humana. En nombre de la igualdad humana se aprueban  cualesquiera normas y sobre las más diversas materias:  incompatibilidades, fijación de horarios rígidos, impuestos –cada vez  mayores y más progresivos- igualdad de retribuciones…En ellas no se  atiende a criterios de eficacia, responsabilidad, capacidad,  conocimientos, méritos, iniciativa o habilidad: sólo importa la  igualdad. La igualdad humana es el salvoconducto que todo lo permite  hacer; es el fin al que se subordinan todos los medios.
Recientemente,  Luis Moure Mariño ha publicado un excelente libro sobre la igualdad  humana que paradójicamente lleva por título “La desigualdad humana”. Y  tal vez por ser un libro “desigual” y no sumarse al coro general, no ha  tenido en lo que ahora llaman “medios intelectuales” el eco que merece.  Creo que estamos ante uno de los libros más importantes que se han  escrito en España en los últimos años. Constituye una prueba irrefutable  de la falsedad de la afirmación de que todos los hombres son iguales,  de las doctrinas basadas en la misma y por ende de las normas que son  consecuencia de ellas.
Ya en épocas remotas  –existen en este sentido textos del siglo VI antes de Jesucristo- se  afirmaba como verdad indiscutible, que la estirpe determina al hombre,  tanto en lo físico como en lo psíquico. Y estos conocimientos que el  hombre tenía intuitivamente –era un hecho objetivo que los hijos de  “buena estirpe”, superaban a los demás- han sido confirmados más  adelante por la ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas “Leyes”  nadie pone ya en tela de juicio que el hombre es esencialmente desigual,  no sólo desde el momento del nacimiento sino desde el propio de la  fecundación. Cuando en la fecundación se funde el espermatozoide  masculino y el óvulo femenino, cada uno de ellos aporta al huevo  fecundado –punto de arranque de un nuevo ser humano- sus veinticuatro  cromosomas que posteriormente, cuando se producen las biparticiones  celulares, se dividen en forma matemática de suerte que las células  hijas reciben  exactamente los mismos cromosomas que tenía la madre: por  cada par de cromosomas  contenido en las células del cuerpo, uno solo  pasará a la célula generatriz, el paterno o el materno, de ahí el mayor o  menor parecido del hijo al padre o a la madre. El hombre, después, en  cierta manera nace predestinado para lo que habrá de ser. La desigualdad  natural del hombre viene escrita en el código genético, en donde se  halla la raíz de todas las desigualdades humanas: en él se nos han  transmitido todas nuestras condiciones, desde las físicas: salud, color  de los ojos, pelo, corpulencia…hasta las llamadas psíquicas, como la  inteligencia, predisposición para el arte, el estudio o los negocios. Y  buena prueba de esa desigualdad originaria es que salvo el supuesto  excepcional de los gemelos univitelinos, nunca ha habido dos personas  iguales, ni siquiera dos seres que tuviesen la misma figura o la misma  voz.
Esta búsqueda de la desigualdad, tiene  múltiples manifestaciones: en la afirmación de la propia personalidad,  en la forma de vestir, en el ansia de ganar –es ciertamente revelador en  este sentido la referencia que Moure Mariño al afán del hombre por  vencer en una Olimpiada, por batir marcas, récords…-, en la lucha por el  poder, en la disputa por la obtención de premios, honores,  condecoraciones, títulos nobiliarios desprovistos de cualquier  contrapartida económica…Todo ello constituye demostración matemática de  que el hombre no se conforma con su realidad, de que aspira a más, de  que busca un mayor bienestar y además un mejor bien ser, de que, en  definitiva, lucha por desigualarse.
Por eso,  todos los modelos, desde el comunismo radical hasta el socialismo  atenuado, que predican la igualdad de riquezas –porque como con tanta  razón apunta Moure Mariño, la de inteligencia, carácter o la física no  se pueden “Decretar” y establecen para ello normas como las más arriba  citadas, cuya filosofía última, aunque se les quiera dar otro  revestimento, es la de la imposición de la igualdad, son radicalmente  contrarios a la esencia misma del hombre, a su ser peculiar, a su afán  de superación y progreso y por ello, aunque se llamen asimismos “modelos  progresistas” constituyen un claro atentado al progreso, porque  contrarían y suprimen el natural instinto del hombre a desigualarse, que  es el que ha enriquecido al mundo y elevado el nivel de vida de los  pueblos, que la imposición de esa igualdad relajaría a cotas mínimas al  privar a los más hábiles, a los más capaces, a los más emprendedores…de  esa iniciativa más provechosa para todos que la igualdad en la miseria,  que es la única que hasta la fecha de hoy han logrado imponer.
FARO DE VIGO, 4 de marzo de 1983
 
LA ENVIDIA IGUALITARIA
Mariano Rajoy Brey
Presidente de la Diputación de Pontevedra
   
Hace  algunos meses “FARO DE VIGO” tuvo la gentiliza de acceder a la  publicación de un artículo en el que comentábamos un libro a nuestro  juicio apasionante. “”La desigualdad humana” de Luís Moure-Mariño. Hoy  pretendemos descubrir otro libro no menos magistral que analiza con  profusión de detalles y argumentos aquella afirmación y el consiguiente  problema de la igualdad-desigualdad humana, pero que añade a este  estudio el de otro tema no menos importante e íntimamente unido al  primero, cual es el de la envidia, uno de los más graves y perniciosos  de los pecados capitales. El libro lleva por título “La envidia  igualitaria”. Su autor Gonzalo Fernández de la Mora. De entre sus pocas  más de doscientas páginas, cuya lectura recomendamos a todos aquellos  que quieran ampliar sus conocimientos sobre el hombre, destacaremos tres  aspectos concretos y por encima de todo un mensaje general.
La  primera parte de “La envidia igualitaria” tiene como objetivo básico,  ampliamente logrado por cierto, el recopilar los escritos históricos  sobre la envida. En ella se sintetizan los diversos estudios y opiniones  que a lo largo de los tiempos ha provocado el pecado de la envidia.  Desde los griegos hasta los contemporáneos pasando por los latinos,  Sagrada Escritura, la patriótica, los medievales, los renacentistas,  barrocos y modernos, todos los grandes pensadores han denunciado la  malignidad de ese sentimiento.
En el segundo  apartado del libro, Gonzalo Fernández de la Mora analiza de manera  exhaustiva y profunda el problema de la envida –a la que define como  “malestar que se siente ante una felicidad ajena, deseada, inalcanzable e  inasimilable”-, de su utilización política (vaguedades como “la  eliminación de las desigualdades excesivas”, “supresión de privilegios”,  “redistribución”, “que paguen los que tienen más…” son utilizadas  frecuentemente por los demagogos para así conseguir sus objetivos  políticos), las defensas ante la misma (la huida, la simulación y la  cortesía son medios de que tiene que valerse el “envidiado” para evitar  el provocar el sentimiento), y la manera de superarla que es la  autoperfección y la emulación.
Por último, el  autor dedica unas brillantes páginas a demostrar el error en que  incurren quienes a veces conscientemente y utilizando el sentimiento de  la envida y otras sin valorar el alcance de sus aseveraciones, sostienen  la opinión de que todos los hombres son iguales y en consecuencia  tratan de suprimir las desigualdades: El hombre es desigual  biológicamente, nadie duda hoy que se heredan los caracteres físicos  como la estatura, color de la piel… y también el cociente intelectual.  La igualdad biológica no es pues posible. Pero tampoco lo es la igualdad  social: no es posible la igualdad del poder político (“no hay sociedad  sin jerarquía”), tampoco la de la autoridad (¿sería posible equiparar la  autoridad de todos los miembros de un mismo gremio, por ejemplo, de  todos los pintores o los cirujanos?), o la de la actividad (es difícil  imaginar un ejército en el que todos fueran generales; o una universidad  en la que todos fueran rectores), o la del premio, o la de  oportunidades (las circunstancias, temporales, geográficas y familiares  colocan inevitablemente a los individuos en situaciones más o menos  favorables, nadie tiene la misma oportunidad mental, ni histórica, ni  nacional: no es igual nacer en EE.UU. que en U.R.S.); ni siquiera la  económica: “allí donde se ha implantado una cierta igualdad pecuniaria  –mediante la nacionalización de los medios de producción, la abolición  de la herencia, la supresión de las rentas del capital y la equiparación  de casi todos los salarios- se han radicalizado las inevitables  desigualdades de poder, creadores de desigualdades económicas quizá no  monetarias, pero espectaculares. Aunque la cuenta corriente de Stalin no  fuera superior a la del más mísero music, nadie podría afirmar la  igualdad económica de ambos. Para imponer tal igualdad habría que  eliminar el poder político, lo que es imposible”.
Pero  si importantes son todas y cada una de estas ideas, individualmente  consideradas, a todas ellas trasciende el mensaje, o la pretensión final  del autor sobre la que entiendo todos los ciudadanos y particularmente  los que asumen mayores responsabilidades en la sociedad, debemos  reflexionar. Demostrada de forma indiscutible que la naturaleza, que es  jerárquica, engendra a todos los hombres desiguales, no tratemos de  explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas  pulsiones la dictadura igualitaria. La experiencia ha demostrado d de  modo irrefragable que la gestión estatal es menos eficaz que la privada.  ¿Qué sentido tienen pues las nacionalizaciones? Principalmente el de  desposeer –vid. RUMASA-, o sea, el de satisfacer la envidia igualitaria.  También es un hecho que la inversión particular es mucho más rentable  no subsidiaria. Entonces ¿Por qué se insiste en incrementar la  participación estatal en la economía? En gran medida, para  despersonalizar la propiedad, o sea, para satisfacer la envidia  igualitaria. Es evidente que la mayor parte del gasto  público no crea  capital social, sino que se destina al consumo. ¿Por qué, entonces,  arrebatar con una fiscalidad creciente a la inversión privada fracciones  cada vez mayores de sus ahorros? También para que no haya ricos para  satisfacer la envidia igualitaria. Lo justo es cada ciudadano tribute en  proporción a sus rentas. Esto supuesto, ¿por qué, mediante la  imposición progresiva, se hace pagar a unos hasta un porcentaje diez  veces superior al de otros por la misma cantidad de ingresos? Para  penalizar la superior capacidad, o sea, para satisfacer la envidia  igualitaria. Lo equitativo es que las remuneraciones sean proporcionales  a los rendimientos. En tal caso ¿por qué se insiste en aproximar los  salarios? Para que nadie gane más que otro y, de este modo, satisfacer  la envidia igualitaria. El supremo incentivo para estimular la  productividad son las primas de producción. ¿Por qué, entonces, se exige  que los incrementos salariales sean lineales? Para castigar al más  laborioso y preparado, con lo que se satisface la envidia igualitaria. Y  así sucesivamente. Juan Ramón Jiménez lo denunció en su verso famoso  “Lo quería matar porque era distinto”; y el poeta romántico Young dio en  la diana cuando afirmó “todos nacemos originales y casi todos morimos  copias”. Al revés de lo que propugnaban Rousseau y Marx la gran tarea  del humanismo moderno es lograr que la persona sea libre por ella misma y  que el Estado no la obligue a ser un plagio. Y no es bueno cultivar el  odio sino el respeto al mejor, no el rebajamiento de los superiores,  sino la autorrealización propia. La igualdad implica siempre despotismo y  la desigualdad es el fruto de la libertad. La aprobación por nuestras  Cortes Generales de algunas leyes como la última de la Función Pública  constituye un claro ejemplo de igualdad impuesta pues pretende equiparar  a quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente desiguales y  sólo va a servir para satisfacer ese gran mal que constituye la envidia  igualitaria. Frente a ella sólo es posible la emulación jerárquica:  hagamos caso de la sentencia de Saint-Exupery “Si difiero de ti, en  lugar de lesionarte te aumento”.
FARO DE VIGO, 24 de julio de 1984

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